lunes, 23 de enero de 2012

La Muerte de la Conversación

Acabo de leer en internet que a la entrada de algunos restaurantes europeos les decomisan a los clientes sus teléfonos celulares.

Según la nota, se trata de una corriente de personas que busca recobrar el placer de comer, beber y conversar sin que los ring tones interrumpan, ni los comensales den vueltas como gatos entre las mesas mientras hablan a gritos.

La noticia me produjo envidia de la buena. Personalmente ya no recuerdo lo que es sostener una conversación de corrido, larga y profunda, bebiendo café o chocolate, sin que mi interlocutor me deje con la palabra en la boca, porque suena su celular.

En ocasiones es peor. Hace poco estaba en una reunión de trabajo que simplemente se disolvió porque tres de las cinco personas que estábamos en la mesa empezaron a atender sus llamadas urgentes por celular. Era un caos indescriptible de conversaciones al mismo tiempo.

Gracias al celular, la conversación se está convirtiendo en un esbozo telegráfico que no llega a ningún lado. El teléfono se ha convertido en un verdadero intruso. Cada vez es peor. Antes la gente solía buscar un rincón para hablar. Ahora se ha perdido el pudor. Todo el mundo grita por su móvil, desde el lugar mismo en que se encuentra.

No niego las virtudes de la comunicación por celular. La velocidad, el don de la ubicuidad que produce y, por supuesto, la integración que ha propiciado para muchos sectores antes al margen de la telefonía. Pero me preocupa que mientras más nos comunicamos en la distancia, menos nos hablamos cuando estamos cerca.

Me impresiona la dependencia que tenemos del teléfono. Preferimos perder la cédula profesional que el móvil, pues con frecuencia la tarjeta sim funciona más que nuestra propia memoria. El celular más que un instrumento, parece una extensión del cuerpo, y casi nadie puede resistir la sensación de abandono y soledad cuando pasan las horas y este no suena. Por eso quizá algunos nunca lo apagan. ¡Ni en cine! He visto a más de uno contestar en voz baja para decir: "Estoy en cine, ahora te llamo".

Es algo que por más que intento, no puedo entender. También puedo percibir la sensación de desamparo que se produce en muchas personas cuando las azafatas dicen en el avión que está a punto de despegar que es hora de apagar los celulares.

También he sido testigo de la inquietud que se desata cuando suena uno de los timbres más populares y todos en acto reflejo nos llevamos la mano al bolsillo o la cartera, buscando el propio aparato.

Pero de todos, los Blackberry merecen capítulo aparte. Enajenados y autistas. Así he visto a muchos de mis colegas, absortos en el chat de este nuevo invento. La escena suele repetirse. El Blackberry en el escritorio. Un pitido que anuncia la llegada de un mensaje, y el personaje que tengo en frente se lanza sobre el teléfono. Casi nunca pueden abstenerse de contestar de inmediato. Lo veo teclear un rato, masajear la bolita, sonreír y luego mirarme y decir: "¿En qué íbamos?". Pero ya la conversación se ha ido al traste. No conozco a nadie que tenga Blackberry y no sea adicto a éste.

Alguien me decía que antes, en las mañanas al levantarse, su primer instinto era tomarse un buen café. Ahora su primer acto cotidiano es tomar su aparato y responder al instante todos sus mensajes.

Es la tiranía de lo instantáneo, de lo simultáneo, de lo disperso, de la sobredosis de información y de la conexión con un mundo virtual que terminará acabando con el otrora delicioso placer de conversar con el otro, frente a frente. http://jorgemarinartista.jimdo.com

*** Anónimo ***
























jueves, 19 de enero de 2012

Leer siempre porque sí

Particularmente me gusta mucho leer la columna de opinión de Diego Aristizabal, hoy quiero compartir este artículo con el cuel estoy completamente de acuerdo, hay que leer, leer y leer, eso ayudaria mucho a esta sociedad

Diego Aristizábal - Medellín - Publicado el 19 de enero de 2012 El Colombiano


Estas vacaciones entendí lo que significa leer sin parar. Desde que se levantaban, muy temprano, antes de que saliera el sol, parejas y familias enteras, acompañadas de grandes termos de café, leían y leían mientras el sol les daba la vuelta y luego se hundía en el mar. A veces paraban, miraban el cielo, hablaban un poco, caminaban (algunos con el libro en la mano) o hacían pequeñas siestas y de nuevo se reencontraban con la historia que traía su Kindle o su libro. Siempre estaban leyendo, el paisaje más atractivo para ellos estaba en las palabras, en esas páginas que casi se las iba pasando el viento. Ninguno de esos lectores omnívoros era latinoamericano, todos eran gringos y uno que otro europeo.


Recordé aquella anécdota que contaron Umberto Eco y Jean-Claude Carriére en el libro " Nadie acabará con los libros ". Resulta que un hombre llegaba todos los días a la estación del tren Hotel-de-Ville a las ocho y media de la mañana. A su lado tenía cuatro o cinco libros que leía hasta las doce. Se tomaba una hora para el almuerzo y después regresaba y seguía leyendo hasta las seis. ¿La razón por la cual lo hacía?, le preguntó Jean-Claude, "Leo, nunca he hecho nada más", le respondió el lector imparable. Tal respuesta nunca la olvidaría. Carriére se retiró porque le dio la impresión de que le estaba haciendo perder el tiempo.


¡Qué maravilla! Leer porque sí, porque esa es su vida. ¿Cuántos más están dispuestos a este acto, cuántos han entendido que no se lee porque el tiempo sobra (y desde luego nunca sobra) sino que se lee porque este acto traza el sentido de la vida.


Somerset Maugham, recuerda Onetti, estaba una noche en una perdida estación de ferrocarril en la India y se encontró con que había dejado sus maletas en un tren que tardaría unas dos horas en llegar. Revisó sus bolsillos, leyó sus documentos, viejas cartas que conocía de memoria y, finalmente, tuvo que conformarse con la guía telefónica del oscuro pueblo, rodeado por la soledad y el veloz crepúsculo. Así estuvo, leyendo y releyendo nombres hasta que llegó el maldito tren y con él sus maletas y con las maletas los libros que había llevado para su viaje. Después se quejó de que el pueblo tuviera tan pocos habitantes.


Ahora cuando terminaron las vacaciones y muchos creen que mientras se trabaja ya no hay tiempo para leer, los periodistas deberían seguir hablando de libros con el mismo empeño que pusieron apenas comenzaban las vacaciones. Leer no es una actividad circunstancial, apenas válida para "desocupados", directamente ligada con la inactividad, leer debería ser, simplemente, una extensión de la vida cotidiana, una forma de estar repensando la realidad por culpa de eso que nos contamos a diario a través de la ficción.


¡Ay! si este país leyera sin parar seguramente no quedaría tiempo para estar matando a tanta gente, no quedaría tiempo para robar, tendríamos en la cabeza otras cosas para no estar hablando de las pendejadas que casi siempre se imponen como agendas excepcionales cuando en realidad tantas cosas de las que dicen en los medios, en las reuniones de oficina, en los escenarios políticos son irrelevantes.

martes, 17 de enero de 2012

¿Me desnudo o no? Esa es la cuestión


Diego Aristizábal- Medellín - Publicado el 27 de octubre de 2011 en el Colombiano


Está de moda empelotarse para premiar una audiencia, para pagar una apuesta, para decir que se es transparente en una contienda política, para buscar votos, porque se necesita publicidad o porque no se tiene plata para pagar una campaña. Cualquier pretexto sirve, y eso está bien, el asunto es que a mí no me convence tanto que esas sean las verdaderas razones, en realidad a muchos les gusta empelotarse simplemente porque sí.

Ojalá yo tuviera las agallas para empelotarme, no para pagar una apuesta ni para conseguir uno o dos votos, si mucho, en una contienda electoral que jamás buscaré, sino porque un cierto halo de libertad, de convicción desnudista así me lo sugiriera. Desnudarme porque sí, ser un alma en "pena", por no decir la palabra representativa que cubriría sugestivamente, cual hoja de parra, con un separador de libros.

Lástima que candidatas como Gleydis Rincón, aspirante a la Asamblea del Cesar, o como la actriz Anabolena Meza quien, según ella, por pobre tuvo que empelotarse para dar a conocer sus ideas y poder llegar al Concejo de Bogotá, oculten su deseo de desnudarse con los harapos ideológicos cuando en realidad lo único que les interesa es recuperar una popularidad perdida o generar una mínima controversia que nada estimula el debate político. Que se empeloten, yo no tengo nada en contra de los desnudos, pero que no se justifiquen a través de enmarañadas razones, que no vuelvan impuro el arte de desnudarse porque sus cerebritos se equivocan de lugar.

Envidio los desnudos voluntarios que han hecho miles de personas de todo el mundo para que el fotógrafo Spencer Tunick pueda hacer su trabajo. Mujeres y hombres gordos, flacos, ancianos, rubios, feos, bonitos, grandes y chiquitos han posado en sitios públicos sin ningún propósito. Nadie los recuerda, se empelotan porque les nace, porque quisieron. Es el acto del desnudo por el desnudo, no quieren reunir fondos y ninguno desea popularidad porque la magnitud del acto no les concede protagonismos individuales. Aquí no se mezclan propuestas.

Admiro también esas 11 mujeres de más de 50 años que en el 2007 hicieron un calendario para gritar que eran mujeres "sin fecha de vencimiento". Qué porte el de esas damas que dijeron sin erotismos superfluos que sus cuerpos seguían vivos, "resignificaron las normas culturales de la belleza que hacen pensar que existe una edad límite para el trabajo y para el amor, un cuerpo para la belleza y unas medidas exactas para la mirada del deseo" ( Revista Número , edición 50).

Colombia es un país tan pobre en ideas políticas, somos tan folclóricos, que a falta de una, dos personas (por no decir que en las pasadas elecciones al Congreso alguien prometió desnudarse si quedaba) creen que así pueden ocupar un cargo público. Esto ocurre, me imagino, porque muchos de los que logran llegar a estos anhelados cargos, así tengan ropa, así estén "bien vestidos", tampoco es que piensen mejor. Ante la payasada política que vive todos los días nuestro país, ante la falta de lucidez de los "honorables", no es tan descabellado que surjan ideas tan primarias. La política, finalmente, es el arte de desnudarse, el asunto es que muy pocos en realidad se encargan de vestir bien las ideas.